Como cada mañana, Iris acompaña su vocación hasta su despacho. Es abogada, tiene 35 años y desde hace seis, libra la batalla de mantener a flote su propia firma. Ella es su propia firma. Nadie más es su firma. Combate sola, como un Thor de la toga.

Cuando empezó en la abogacía, imaginó un trayecto diferente. Siempre ocurre que, el cuadro, se imagina más brillante y definido de lo que se plasma en el lienzo, o al menos eso cuentan tantos pintores. Iris imaginó una abogacía de expedientes, confidencias de clientes urgidos de su vasto saber y mañanas de toga y camaradería en el juzgado.

Cambió apuntes por papeles de verdad. El aula por el despacho. La licenciatura por la pasantía. El profesor por la jefa. Y como esa enamoradiza adolescente, que casi anhela más el amor en defecto del amado, empieza su romance con la profesión. Las primeras semanas de idilio, van despejando el cielo de dogmas y estereotipos. Ya la jefa no siempre es cercana ni los veteranos comprensivos. Los casos interesantes —en los que puedes aprender—, son viajeros que siempre toman un ramal distinto al de su mesa y circulan a una velocidad en declarada discrepancia con su ritmo de aprendizaje. Todo funciona siempre a decir de otros.

La abogacía, piensa Iris, parece ser un libro de Grisham. Empieza siendo prístina y bella, pero se va anudando en su propio ser para —de forma orgánica— ir dando paso a una realidad plagada de complejidades.

Pero Iris persevera. Consigue un contrato, más lleno de promesas que de certezas, un modelo de proyección —de qué va a serlo si a peor no se puede ir—, que pese a sus mezquindades puede renovar sus promesas vocacionales. Cuatro años después, Iris se siente más segura y, he aquí la paradoja, menos motivada. Como una Vaiana ya crecida y empoderada, quiere saber qué hay más allá. También Iris sabe que hay más peces cruzando el arrecife. El viaje debe continuar y cuando el destino es crecer, a veces, —las que más—, hay que romper el techo.

Está lista para dar el salto: actuar por cuenta propia.

Pero Iris es de letras y detesta los números. Nunca pensó que existe una física cuántica para el abogado, donde el «quantum» o unidad mínima es el cliente: sin él, no hay despacho ni práctica legal. Iris no puede ser abogada sin clientes por cuyo interés abogar.

Las matemáticas del despacho son egocéntricas. Primero van ellas, luego, todo lo demás. Exigen clientes con problemas que resolver, siempre sedientas de minutas satisfechas. Es una sed que, así como la real, debe ser atendida, sea cual sea la inclinación a la faceta comercial del negocio porque, como dice Galeano: «se puede prohibir el agua, pero no la sed».

Existe una abogacía imaginada y otra real. En la onírica, Iris alquila un despacho en el centro de su ciudad. La decoración es elegante, —hasta chic—, suena música de Diana Krall por los altavoces y los muebles acabados en madera de teca prestan su trigueño matiz naranja a mayor gloria de las obras modernistas que identifican un despacho con sabor propio: sabor a Iris. Los clientes son pacientes en la sala de espera; sensatos en el confidente; circunspectos en el juzgado y diligentes en el pago de la factura.

En la abogacía soñada los clientes son pacientes en la sala de espera; sensatos en el confidente; circunspectos en el juzgado y diligentes en el pago de la factura.

Hay una placa en el portal: Iris, abogada. 3ºB. La gente, sitiada por los problemas, es guiada por los hados hasta su puerta cada día, para tocar a su timbre y confiarle sus desgracias a la espera de sus remedios sin objeción a sus tarifas. No tiene que hacer más, solo ser abogada y que los clientes sean clientes. Preciosa abogacía onírica.

¿Por qué no es posible, Iris? ¿Por qué no llegan más hasta mi puerta?

La abogacía real, pronto enseña su panoplia a Iris. Hay más despachos, con otros abogados tan urgidos de liquidez como ella. Cada día, emprenden su jornada con la aviesa intención de llegar a esas personas que —en su idilio— pasarían por el portal del despacho de Iris, con la alevosa intención de seducirlas para que desvíen su camino a otros despachos, otros letrados y otras minutas.

La abogacía real, pronto enseña su panoplia. Hay otros despachos, otros abogados tan urgidos de liquidez como el tuyo

Hay un despacho virtual: Internet. Aquí es donde sus afanosos competidores captan a sus clientes antes de que pasen ante su placa —Iris, abogada. 3ºB—, ofreciéndose capaces, ágiles y empáticos. Usarán todo lo que esté a su alcance para salir en la foto antes que Iris. Serán rostros que sonrían desde Instagram; serán sagaces soluciones a problemas reales en LinkedIn o afiladas anotaciones en Twitter. Serán los primeros de los que se acuerde Google —ese oráculo de Delfos— cuando algún cliente pregunte quién sabe de divorcios, le ayuda a heredar a sus finados o pone en jaretas a su inquilino.

Combate sola, como un Thor de la toga, pero hay más peces cruzando el arrecife.

Iris nunca pensó en esta abogacía. Abrir un despacho, te convierte en empresaria. Abogada, sí —por supuesto—, pero empresaria también. Su aspiración de mocedad no es vana: toga, clientes con casos de interés, seminarios, artículos publicados, crecimiento… todos son posibles. Pero gozarlos reclama abrazar taxonomías con las que no contó —no tanto por su mal pie, como por una ceguera curricular en las instituciones—: clientes, competencia, visibilidad, marca, webs, posicionamiento, redes sociales, publicidad, marketing, contenidos…

La abogacía de mercado es ineluctable. Por cuenta propia o ajena. El peso de hacer clientes siempre está. Cuando se ejerce por cuenta propia, el abogado es un Atlas que soporta todo el peso sobre sus hombros. El de encontrar nuevos clientes y atender a los que ya lo son. En ese momento, es cuando Iris decide volver a cruzar el arrecife, hacer equipo con otros viajeros que le ayuden a echar la red y recogerla cuando haya peces atrapados.

Claro que también puede continuar siendo ese Atlas que no delega el peso, o peor, ese cavernícola platónico que se niega a salir de la cueva, abierto a la realidad del competidor que se está llevando a su cliente antes de que lo sea.

Combate sola, como un Thor de la toga, pero hay más peces cruzando el arrecife.

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